La pulida y brillante hoja de la daga se hendía quebrando cada una de las capas de tejido de su marmórea piel que, hasta hacía unos instantes, había considerado una superficie inquebrantable y pétrea. Sin dudarlo, el color lechoso de su piel había abrazado con avidez el carmesí de un hilo fino que brillaba al manar del agujero oscuro que había profanado sus sagradas entrañas y que teñía la palidez, casi virginal, de su vientre.
No podía mirarle a la cara. No quería mirarle a la cara. Podía imaginar el rictus que habrían adoptado sus rasgos delicados, la descomposición de su rostro, los zafíreos ojos saliéndose de las cuencas en busca del oxígeno que esa herida robaba a sus alvéolos; los orificios nasales abiertos hasta la inmensidad, casi dejándose escapar el alma, que huía de aquella herida sangrante, como el diablo de la cruz… Y su boca, no quería imaginar aquella boca. Esa boca que encerraba esa lengua que tantas veces mi nombre había pronunciado, encerrada por los níveos dientes que mi piel habían desgarrado en el fragor del amor más virulento, esos labios que habían succionado mi amor hasta arrancármelo y dejarme seco y haberme convertido en este monstruo desalmado que ahora acababa con su vida.
Imaginaba su cara, descompuesta por la sorpresa, el dolor y la visión de la sombra de la guaña, invisible para mí, pero presente ante ella. Todos mis sufrimientos, convertidos en depravación y vileza, pugnaban por hacerla sufrir y separarla del descanso eterno y del abrazo de la armada muerte todo lo posible, aunque aún residía en mí un leve rasgo de humanidad que me hizo retorcer el agudo cuchillo en la hendidura de su vientre, dándole fin a aquella vida tan bella que había vivido dentro de mí. Su boca suspiraba y musitaba sin sentido y sentía su cuerpo retorcerse entre mis brazos traicioneros y sentí como, sostenida por mí, exhalaba y se entregaba a quien quiera que estuviese esperándola en el más allá.
Abracé con mi vida y con mis brazos el cuerpo exangüe que se me resbalaba hacia el suelo, tras el cese de la resistencia a la recta gravedad. Incapaz y sin fuerzas, se lo entregué a ella y cayó al suelo con un fuerte estrépito, mientras, al unísono, por mi rostro se resbalaban las más gruesas lágrimas que se llevaban consigo el poco sentimiento que hacia ella mi interior todavía albergaba. Por un momento, sentí morir. Y quise hacerlo, arrancarle aquella daga del vientre a ella y llevarla yo hasta mis entrañas y unirnos en otro mundo, donde el deseo no nos hubiera llevado por la calle de la Amargura, pero el valor se me había agotado. No pude darme fin a mí mismo. Y huí de allí, dejándola sola y muerta con la daga hendida y con mi alma prendida en su empuñadura.
Aquí os dejo, después de meses, algo. Es violento y terrible, pero me ha salido así al ver ese detalle de la pintura de 1750 de Andrea Casali, Lucretia. Espero que os horripile y me digáis eso de: ¡bienvenida de nuevo!
4 comments:
Pues eso, que welcome back!
Ummm,...sadismo sanguinario en época de exámenes, miedo me da.
Hola,acabo de descubrir tu blog, me gusta. Te sigo.
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